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Mauricio Campoverde y VIDAURI presentan «Un Largo Viaje»: un adiós cantado entre dos orillas del corazón

Pasan los minutos, se repite el estribillo y uno cae rendido ante el drama contenido de Un largo viaje. La canción funciona como una carta escrita demasiado tarde, un susurro que pide silencio después del portazo. Mauricio Campoverde no camina con el radar puesto para sonar contemporáneo, pero tampoco se atrinchera en la nostalgia por puro gesto. Lo suyo está más cerca de un rescate emocional: revivir lo que la industria olvidó, ese instante de ternura devastadora que parecía desaparecer con los últimos vinilos de Los Ángeles Negros. En tiempos de amor por streaming, él sigue cantando como si aún importaran los finales lentos y los silencios entre versos.

Instalado en Ciudad de México, Campoverde ha convertido la lejanía en un combustible lírico. Sus canciones hablan desde el desarraigo, pero suenan con el aplomo de quien aprendió a querer con los discos de José José, Buddy Richard o Sandro. En Un largo viaje colabora con VIDAURI, y juntos logran una pieza que se siente frágil, dolida, pero también invencible en su entrega. El eco lejano de La Balsa de Los Gatos resuena como un guiño, pero aquí la salida no es una balsa, sino una despedida cantada con los dientes apretados y las manos aún temblando.

La producción a cargo de Iván Ramos (Pony Corral) pule sin borrar el grano antiguo de la grabación. Hay detalles que delatan el amor por los métodos artesanales: los coros de Emilia Castro, la batería de Allan Olivares y ese delay contenido que recuerda a los baladistas que dominaban la AM cuando las cintas se rebobinaban con un lápiz. Pero lo más valioso está en la interpretación: Campoverde canta con una entrega que no pide permiso. Canta desde una herida que no ha dejado de sangrar, pero que no dramatiza, solo narra.

Con Campoverde, su primer álbum en físico, el artista ecuatoriano emprende algo más que una gira: arranca una conversación pendiente con quienes crecieron escuchando música para amar sin ironías. Desde Lima hasta Buenos Aires, su propuesta se planta sin impostura, como una mano extendida a quienes aún creen que la canción romántica no ha dicho su última palabra. En cada ciudad, el público no encuentra solo a un cantante, sino a un cómplice sentimental.

Y mientras suena esa última estrofa que pide irse lejos, es inevitable pensar en lo que nos mueve a huir: el dolor, sí, pero también la belleza de lo que alguna vez fue real. Mauricio no busca respuestas, apenas canta lo que otros callan. Por eso sus canciones no pasan; se quedan como una carta sin remitente, doblada con cuidado, dentro de un cajón que no volvimos a abrir.


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